El Espejo de Eugenia

El Espejo de Eugenia. El boxeo mexicano: memoria, orgullo y tragedia.

En México, el box ha sido catalogado como orgullo nacional, por la calidad de sus representantes, por el origen humilde, sacrificio, estoicismo y las historias que han rodeado la vida de los peleadores.

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Por: Galo Mora Witt

La inmensa repercusión mediática que causó el regreso del campeón mundial Saúl Álvarez a Guadalajara ha sido motivo de controversias, apologías y denostaciones. Más allá de la calificación del Canelo, en cuanto tiene que ver con la presunta mediocridad de sus rivales, el evento ha traído a la memoria una serie de acontecimientos e historias de este deporte, cuestionado por  un lado por su invocación a la violencia y los arreglos mafiosos, y, por otro, alabado en nombre de la virilidad, el arte y el coraje.

Lo que conocemos como boxeo se registra a partir de la reglamentación inglesa de fines del Siglo XIX, espectáculo de enorme convocatoria que, pese a sus férreos opositores, ha contado con cronistas y actores que la literatura ha recogido desde hace más de ciento cincuenta años, con personajes como Lord Byron, José Martí, George Bernard Shaw, Ho Chi Minh, Jean Cocteau, Scott Fitzgerald, Hemingway, Cortázar, Bukovsky o el premio Nobel de Literatura de 1911 Maurice Maeterlinck, quien, en su Elogio al boxeo, subrayaba:

La actitud atlética de la guardia, una de las más hermosas del cuerpo viril, pone lógicamente en valor todos los músculos del organismo. Ninguna partícula de fuerza que desde la cabeza a los pies pueda extraviarse. Cada uno de ellos tiene su polo u otro de los dos puños macizos, recargados de energía. ¡Y qué noble sencillez en el ataque¡ Tres golpes, ni uno más, frutos de una experiencia secular, agotan matemáticamente las mil posibilidades inútiles a que se aventuran los profanos..[1]

El boxeo se esparció por el mundo, al punto que en un breve inventario podemos observar su diversidad de nombres en la babélica esfera: feerka, en somalí; tinju, en indonesio; pugilatu, en latín; boxas, en lituano; dobozolás, en magyar; boxeoa, en euskera, boksing, en tagalo. En México, el box ha sido catalogado como orgullo nacional, por la calidad de sus representantes, por el origen humilde, sacrificio, estoicismo y las patéticas historias que han rodeado la vida de los peleadores.

En la década del treinta, apareció Kid Azteca, llamado Luis Villanueva Páramo, lo que hace sospechar que en Comala no todos eran hijos de Pedro Páramo, sino que también existían sobrinos. Sastre, aguerrido, mano de seda para el billar, fue diecisiete años monarca mexicano, aunque nunca pudo coronarse campeón del mundo. Me quedé esperando el título y la mujer, el box me dejó soltero, farfullaba con su ancha sonrisa. En la vejez,  en su vivienda cercana a la Arena Coliseo de la calle Perú, mantuvo su taller de costura, y decía que no tenía cuenta en ningún banco porque lo que ganaba apenas le alcanzaba para los frijolitos. Filmó, bajo la dirección del especialista Chano Urueta, la película Guantes de oro, en la que comparte protagonismo con varios ídolos, y, entre ellos quien tuvo probablemente el mejor apellido para convertirse en boxeador: Carlos Malacara. También participó en el film Rodolfo el Chango Casanova, puncheador insigne, campeón sin corona, cima y sima del peleador y la esperanza, sin parentesco alguno con Giacomo, el libertino veneciano que se convirtió en fedatario de los gustos sexuales de nobles, plebeyas, actrices y meretrices de su época.

El Chango era distinto, llenaba arenas hasta la bandera,  salía en hombros al mediodía y en brazos ajenos por las noches. Tras una trayectoria de nocauts e idolatría, que lo llevaron de Guanajuato a La Lagunilla, fue noqueado por Sixto Escobar, primera gran estrella de Puerto Rico. Periodistas afirmaron que la noche anterior al combate se vio al Chango en una cantina de Montreal completamente ebrio. Aun joven Casanova fue ingresado,  como consecuencia del alcohol y la juerga, en el manicomio de La Castañeda de Mixcoac. Cuando salió, luego de un delirio de tres años, el dinero y los amigos se habían esfumado para siempre. Desde entonces era una sombra que hacía sombra con el pasado. Así lo pintaba Monsiváis:

… triunfó, se encumbró y cayó, cayó para abismarse, dejó de ser a causa de que ustedes quieran: el alcoholismo o los cuates del barrio o la impreparación. ¿De qué sirven los motivos si aquí todo sigue igual? En dado caso, lo que cuenta este terror de un mexicano pobre frente al éxito, terror que se traduce casi siempre o en su abandono trágico o en la voraz y terca usurpación, en la tiranía. El Chango fue en este sentido el anti-Don Porfirio, el hombre que no tuvo treinta años sino tres meses de poder; quien surgiendo de la nada regresó a ella, en breves instantes. Rey por un día, ilustración amarga de todas las prédicas moralizantes, Casanova es importante en nuestro precario mapa de emblemas porque significa la legalización del pesimismo, la canonización del desastre; el héroe mexicano es vulnerable, puede ser derribado, puede conocer,  del lúcido esclarecedor contacto con la lona, todas las graduaciones de la impotencia. Casanova encarna hasta lo definitivo un concepto: el born loser, el nacido para perder, el coleccionista del desastre; el mexicano típico, manito, ese merodio”. [2]

Otro mexicano, Raúl el Ratón Macías, que antes de dedicarse al boxeo había sido panadero, carpintero y mecánico, contaba el privilegio que supuso para él conocer a Eva y Juan Domingo Perón, durante la realización de los Juegos Panamericanos de Buenos Aires en 1951. Ganó el título mundial en 1955 que retuvo hasta su derrota con el argelino-francés Halimi. Incursionó en el cine en películas como Nosotros los feos, y en reiteradas ocasiones mencionó que su verdadera pasión era el teatro. Más que el tinglado le apetecía el tablado, y en su carrera artística compartió amistad con Agustín Lara, a quien le inquiría por el origen de la cicatriz que el pianista tenía en el rostro, más visible que las marcas del propio Ratón. Ignoraba Macías que el jabeque que lucía Lara en su cara se lo produjo un navajazo de Estrella, una prostituta celosa y sañuda.

Aparecieron después Vicente Saldívar, que era tan sofisticado que parecía una dama con nudillos de acero, y con él, Carlos Zárate  o José Pipino Cuevas, quien antes de colocarse el protector bucal exhibía en sus dientes incisivos los diamantes que se había hecho incrustar como si fuesen coronas de zirconio. Pipino era un toro loco que salía bufando a arrasar a quien encontrase en su camino. Por desgracia un día se encontró con la Cobra, Tommy Hearns, mediano con alcance y estatura de peso pesado, a quien Cuevas desafió, ignorando la altura del norteamericano: Los boxeadores son como las mujeres, cuando están en la cama, todas tienen el mismo tamaño.  [3] No fue así. El largirucho pitón gringo lo destrozó en el segundo round.

Ricardo Garibay firmó una crónica en la que transcribía textualmente el lenguaje popular de Rubén Olivares. De acuerdo al testimonio de un amigo común del escritor y el púgil, faltaban calificativos para describir al Púas: “y es desatento, y es de mal humor, y es borracho, y es drogadicto, y es mujeriego, y es contentillo, y es abusivo, y es un tirano, y es guevón, y no es parejo, y es dejado, y es mugroso, y es un desmadre…”. [4]

El poeta colombiano Juan Manuel Roca, en su Diario de un viejo boxeador, no legó estos versos que sirven de colofón a esta primera entrega:

De la favela al salón de la fama,

del salón a un luminoso palacete,

del palacete al parque de las agujas,

del parque al hospicio,

mi sombra se cansó

de ser mi compañera jorobada.

Quedan en el tintero, José Ángel Nápoles, Miguel Canto, Salvador Sánchez, Julio César Chávez, Maromero Páez y otros referentes de la fistiana y la tragedia.


[1] Maurice Maeterlinck; El Gran secreto: inquietudes filosóficas; Colección El árbol sagrado; Círculo Latino; Barcelona; 2006; p. 228-229

[2] Carlos Monsivais; Días de guardar; Biblioteca Era-Ensayo; México D.F; 1980, p. 280

[3] Marco A. Maldonado-Rubén A Zamora; Cosecha de Campeones; Historia del box mexicano II; 1961-1999; Clio; México; 2000; p. 59

[4] Ricardo Garibay; ¡Qué nos duran¡; 100 entrevistas, 100 personajes; Editor Grupo Azabache; Grupo Prisa; México; 1991; p. 160

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