El Espejo de Eugenia

El espejo de Eugenia: Matilde Zúñiga

La obra de Matilde Zúñiga es la historia de miles de mujeres que vivieron una vida de claustro y pulcritud en silencio en el México del siglo XIX

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Una obra del periodo barroco podría ilustrar la naturaleza de la situación de la mujer medieval: La Lechera, del neerlandés Johannes Veermer (1632-1675). El primer plano de la criada la muestra sombría y ajada, entre el pan, el sudor, el delantal y la vasija, sin esperanza en la epifanía o en el milagro justiciero de un mundo por nacer y hacer. El claroscuro intencional nos presenta antagonismos y contradicciones. No es dama de la realeza, es cocinera. En ese mundo en el que, como dijo Octavio Paz en referencia a Sor Juana, las mujeres debían enclaustrarse para pensar, la sola exhibición de la sirvienta era provocativa y transgresora, porque, al tener expresa prohibición de ingresar a los salones aristocráticos, la plebeya podía sortear la proscripción solo de esa manera: pintada.

Aunque la historia registra el siglo xv como el de la defunción del periodo medieval y sus instituciones, entre ellas el vasallaje, en México entró en agonía en 1820, año de abolición de la Inquisición. En los estertores de esa era oscurantista nació, el 15 de octubre de 1834 en San Miguel de Zinacantepec, Estado de México, Matilde Zúñiga.

En hogar que gozaba de buena situación económica, Matilde recibió esmerada y pulcra educación, pero, como era habitual, su instrucción básica la recibió en su casa, porque la mezcla de tradición y hegemonía determinaba la singular reclusión de las niñas motivada por la protección y el ocultamiento, con el propósito de evitar romances perjudiciales y taras sociales. Ese claustro fue convertido por Matilde en escondite y oratorio, por la preceptiva imperante que determinaba que la educación religiosa debía ser la matriz y reguladora de las convenciones sociales, además de dedicar a la mujer espacios tan secundarios como sumisos.

Se mencionaba en la década del cincuenta del siglo xix, cuando Matilde Zúñiga entraba a su periodo de juventud, que en la educación de las mujeres debía primar la sensibilidad y la preparación para ser madre, acorde a las estipulaciones que la sociedad exigía, es decir, bajo la tutela del poder ejercido por el varón. En las escuelas los niños recibían clases de  herrería, torno, escultura, cerrajería, mientras las niñas debían aprender las bases de oficios futuros, vale decir, corte y confección, cocina y trabajos domésticos, o sea, la división social del trabajo en toda su manifestación simbólica y real de quehaceres masculinos dominantes y femeninos subyugados. El abismo cognitivo se profundizaría en los temas relacionados con la economía, historia, política. Lo resume María Guadalupe González y Lobo:

El avance que se consigue para “el bello sexo” es darles una buena educación y una sólida instrucción elemental para cumplir su misión en la vida: ser buenas madres de familia y cumplir con sus deberes de coser, lavar, planchar, así como a guisar y ser buenas reposteras, que aprendieran a comprar, hacer las cuentas de la cocina y a dirigir los quehaceres de la casa. Adquirido esto, y si había tiempo, aprender a tocar el piano y a pintar …[1]

Si había tiempo, aprender a pintar, dice González Lobo, y en ese espacio encontramos a la invisible Matilde, que iluminaría su cuarto propio gracias a un innato talento para el dibujo, el manejo de la acuarela y la vehemencia para escapar de la lobreguez reservada para ella.

Merced a su hermano Teodoro, que asistía a clases en el Instituto Científico Literario, conoció al pintor Felipe Santiago Gutiérrez, quien, al celebrar el virtuosismo de Matilde y su temprana vocación por el arte, se convertiría en su maestro y tutor, impulsando a la novel artista a adentrarse en el conocimiento riguroso de técnicas como la perspectiva, movimiento, textura, dimensiones, y, en especial, el cromatismo que vería la luz en los óleos que la pintora expondría más tarde.

Fue precisamente Santiago Gutiérrez quien rompió el aislamiento que hasta entonces apartaba a Matilde de la sociedad. En la inauguración del mercado central de Toluca y el edificio de Los Portales se realizó una exposición con lo mejor del arte mexiquense, y Matilde, con apenas dieciséis años, participó con su obra La Divina Infantita.

La corriente mariana, los retablos, la imitación del clasicismo religioso, marcaron a varias generaciones, y Matilde Zúñiga formó parte de esa escuela, aunque subvirtió la tendencia al imprimir su particular estilo en el retrato. Alrededor de 1852 produjo la obra de mayor trascendencia, denominada La Vestal, que significó una fractura para el canon del arte mexicano. La técnica depurada muestra pliegues de seda, aretes, collar, corona de laurel, urna con el fuego sagrado que la pintora debía cuidar a costa de su propia vida, como ella confesó.

En otra esfera, se mencionaba el interés amoroso que Gutiérrez demostraba por ella, pero, según fuentes del paisanaje, los padres de Matilde se opusieron a ese noviazgo por las raíces indígenas del artista, además, aspiraban que quien desposase a su hija fuese de su misma clase social. También operó en la censura filial un velado rechazo al pintor, a quien se le atribuía un origen relacionado con esa especie de rara avis que había visto la luz en las vagabunderías gitanas de la región de Bohemia, a sabiendas que el maestro era originario de Texcoco. Autor de un desnudo integral en su obra La cazadora de los Andes, Gutiérrez era admirado por su trazo excepcional, pero su amor silencioso por Matilde corría el riesgo de convertirse en licencioso, para usar un vocablo habitual en el léxico de las familias pudientes de aquel tiempo.

La última etapa de la vida de Matilde trascurrió, tras la muerte de sus padres, en hospicios donde cuidaba a niños y ancianos. En el ejercicio de su oficio de enfermera fue contagiada con el virus del tifus, epidemia que cegó millones de vidas.

Matilde falleció el 19 de marzo de 1889 a la edad de cincuenta y cinco años. Su vida de silencio y claustro, su obra de pulcritud y virtuosismo, son un legado contradictorio. De un lado el asombro por su estilo, su conocimiento del claroscuro, su manejo perfeccionista del dibujo, su destreza imitativa; de otro, la indignación por el sometimiento, la subordinación y la invisibilidad, que significó también el ocultamiento de una admirable artista del Estado de México.


[1] Ma. Guadalupe González y Lobo; Educación de la mujer en el siglo XIX mexicano; https://www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/99_may_jun_2007/casa_del_tiempo_num99_53_58.pdf

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