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EL ESPEJO DE EUGENIA: El Universal contra el Fondo de Cultura Económica

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El 10 de mayo de 1933 en la Plaza de la Opera de Berlín,  jóvenes nacionalsocialistas procedieron a la quema de libros de autores que, según su creencia o frenesí, atentaban contra la cultura alemana: Marx, Engels, Freud, Remarque. Entre los asistentes que promovían y festejaban tal acción, en contra de lo que denominaban bolchevismo cultural,  se encontraba el ministro de propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels. 

Probablemente ninguno de aquellos jóvenes partidarios del Tercer Reich conocía la máxima del gran poeta Henrich Heine: donde se queman libros, al final se acaba quemando gente, pero sería absurdo pensar que la jerarquía nazi, que se ufanaba de poseer exquisito y vasto conocimiento de las artes, hubiese ignorado a Heine, de ahí que podamos afirmar que ignaros e instruidos, desde el fascismo hasta el estalinismo, han compartido por igual su obsesión por la censura, la estigmatización y la represión. En la batalla de las ideas el nazismo no actuó desde el oscurantismo medieval, sino desde la perspectiva del corporativismo cultural y la  apropiación del pensamiento de Nietzche, Kant o Shopenhauer, estos últimos invocados por el propio Fuhrer. 

Por décadas se atribuyó a Millán Astray la frase: cuando escucho la palabra cultura, pongo mi mano en el revólver. Es posible que haya invocado aquella expresión en la escaramuza en la cual ultrajó al rector de la Universidad de Salamanca, Miguel de Unamuno, pero el legionario fascista no fue el autor de tal despropósito. El burdo enunciado fue producto de la degradación de un tal Albert Leo Schlageter, icono del nazismo que fuera fusilado en 1923 y desde entonces glorificado como mártir, al punto de ser citado por Hitler en su obra Mi lucha

El recientemente desaparecido cineasta suizo Jean Luc Godard propuso en su film El Desprecio, una apostilla a la frase de Schlageter que se acerca más a lo que vivimos en México: Cuando escucho la palabra cultura, pongo mi mano en la chequera, enunciado, para hablar en términos coloquiales, más apegado a la cultura empresarial que a la universal. 

A propósito de esta última palabra, en el diario que lleva ese nombre se ha desatado una cruzada en contra del Fondo de Cultura Económica y de su director, Paco Ignacio Taibo II. Esa campaña mediática no es fortuita, forma parte del vendaval que contra las políticas de la 4T se instrumentaliza para desprestigiar instituciones que han sido objeto de profunda transformación y que, al parecer, hieren a élites acostumbradas a sus círculos de alta cultura, vale decir, cofradías de eruditos e iniciados que crearon aristocracias del pensamiento contrastantes con la presunta vulgaridad de los plebeyos. En esa maniobra vierten epítetos, acusaciones e infamias, como la difundida en su edición del 2 de septiembre, cuyo titular reza: Taibo II favorece a amigos con dinero público del FCE

La adquisición de veinticuatro mil ejemplares del antiguo sello Etiqueta Negra, comercializados a un valor que supera con creces la inversión original, ha devenido ultraje a la honra del escritor y director del FCE. No es casual ni espontáneo el acoso, detrás, como siempre, se parapetan el antagonismo ideológico, el desprecio por lo que no se ajusta a sus patrones estéticos, la obcecación que los conduce a imprecar a un pasionario de las letras, cuyo cometido ha sido desenraizar prácticas burocráticas y miserables que el viejo establisment consolidó a través de publicaciones, pautas, canjes, viajes y privilegios. 

Esa casta era representada por figuras más cercanas al oropel que a las bibliotecas, el caso de una directora del Fondo que, al decir de Taibo II: exigía galletas inglesas de una marca especial para tener en el stand de la feria del libro de Guadalajara, o de aquel gobernador que usurpó una librería del FCE para entregarla a la esposa de un hombre prominente que la convirtió en tienda de artesanías.

Más allá de los anecdótico, la acometida contra Taibo II se manifestó a partir de su nombramiento como director del Fondo. Ante la inminente titularización de un mexicano naturalizado,  la chismografía chovinista subrayaba, como si se tratase de un pecado,  el nacimiento de Taibo II en Gijón, España. Tras desdeñar esos denuestos xenófobos,  presté atención a una reseña de Cristopher Domínguez Michael de junio de 2021.

He subrayado en tertulias públicas  y conversaciones privadas mi reconocimiento a la erudición de Domínguez Michael, de quien atesoro ciertos libros como La sabiduría sin promesa, Servidumbre y grandeza de la vida literaria y Octavio Paz en su siglo.  Sobre la base de su cultura literaria, Domínguez Michael hace pormenorizado análisis de la trayectoria de Paco Ignacio, pero, más allá de ciertas flores y halagos sobre la cualidad del narrador y biógrafo, lo que de verdad le interesa al crítico, y que estructura la columna vertebral de sus observaciones, es la tendencia política de Taibo. 

Domínguez escribe, al esbozar un perfil de Taibo II: Cercano a la izquierda neardenthal, bolche enervado de coca cola y nicotina.  A pesar de aquellas  maromas desdeñosas, cabe resaltar que el crítico no se solaza en marañas vulgares, aunque sí presenta hipótesis trastornadas, como decir que: En 1997 hizo campaña para dirigir la cultura en el primer gobierno perredista de la ciudad de México, pero su intención manifiesta de imponernos a los chilangos una Revolución Cultural al estilo Lin Piao (sic) frustró el éxito de su candidatura. Tras pendejear al enemigo de clase y culpar del desaguisado a la influencia de los “estalinistas de derecha”, Taibo II desistió y volvió a lo que sabe, a vender libros. 

Cabe, para inflamar la contradicción, una mención al presidente López Obrador y su obra A la mitad del camino, en la que detalla con fechas y números los alcances del antiguo régimen en su relación con entes culturales privados, como las subvenciones por un valor superior a quinientos treinta y siete millones de pesos a los grupos Nexos y Letras Libres, publicación que vendió quinientos cuarenta mil ejemplares al gobierno de Peña Nieto. No es una inculpación, sino constatación del menjurje con el que se cocina la doblez moral.

Vale diferenciar, sin embargo, la crítica literaria del vilipendio. Quienes firmaron la crónica de El Universal contra el FCE están muy lejos de Domínguez Michael y, por supuesto, a años luz de Paco Taibo. Cuando Christopher Domínguez reconoce, ironía de por medio, que lo mejor que sabe hacer Taibo es vender libros, le da la razón al proyecto del nuevo Fondo, capaz de poner en ferias y a un costo de 215 pesos la serie de 16 libros de la colección popular Vientos del Pueblo, con títulos como El intérprete griego, de Conan Doyle, Vientos de agosto, de Rosario Castellanos, o Apuntes para mis hijos, de Benito Juárez. Tras el impacto de la pandemia, el FCE repartió de manera gratuita más de dos millones de ejemplares de la colección histórica y literaria 21 para el 21 a campesinos, normalistas, estudiantes, maestros, personal de salud, vecinos de colonias populares. ¿Será acaso un émulo de Lin Biao o un testaferro de sus antiguos mecenas el que impulsa esta revolución?

No hablen mal de la cultura, quizá algún día van a necesitarla, dijo García Lorca meses antes de que una horda franquista lo asesinara en el Barranco de Viznar. Quizá para los pensadores de conservadurismo, Lorca y Taibo II representen la amenaza a la que suelen tachar de extremista. Quizá tengan razón, porque al nacer en los extremos de la geografía española, Granada y Asturias, merecerían el calificativo de extremistas.

Ellos, extremistas del pensamiento, jamás quemaron libros. 

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