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EL ESPEJO DE EUGENIA: Odio y Desprecio 

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La élites, los epígonos del coloniaje, las familias que exhiben heráldicas de pendones fruncidos o remendados, los burgueses que, por fatuidad, oportunismo o falso mesianismo se consideran privilegiados,  e incluso ciertos desclasados que aspiran a entrar en la burbuja de juntas de notables y clubes selectos, comparten un sentimiento de desprecio por lo popular. Llaman a la gente sencilla con apelativos que buscan denigrar su condición humana:  gentuza, zarrapastroso, pata’l suelo, andrajoso, harapiento, piojoso. 

Esos adjetivos devienen conceptos racistas al configurar evidente clasismo social en la esfera lingüística, en la que términos como nacos o chusma en México, cholos y zambos en Perú, longos en Ecuador, descamisados y cabecitas negras en Argentina, suponen una aparente superioridad moral y étnica, cuando, en realidad, solo son adjetivaciones producto del desdén y la miseria humana. Cuando los pobres expresan su hartazgo ante la explotación, y pasan a organizarse políticamente, los vocablos de la hegemonía se transforman y convierten en alarma o pavor, entonces los altos representantes de la crápula, vale decir, intelectuales de corbatín y etiqueta, apostrofan con lenguaje refinado a los forajidos, cartoneros, piqueteros o levantiscos que han osado perturbar el orden natural de las cosas. 

Los más avezados claman por la represión del Estado o elevan convocatorias a las gentes de bien y familias decentes para enfrentar lo que consideran revancha de los tumultuarios, que, a criterio de los caporales y capataces de la oligarquía, son influenciados por anarquistas rencorosos, populistas desafiantes y comunistas obcecados. 

A lo anterior se une lo que la filósofa Adela Cortina denominó aporofobia para caracterizar a quien desprecia, por asco o temor, al pobre y al desamparado, a los humillados y ofendidos, como los calificó Dostoievsky. Un claro antecedente encontré en un verso del Gitano Oswaldo Rodríguez en su canción tributo a Valparaíso: Porque no nací pobre y siempre tuve/ Un miedo inconcebible a la pobreza.

Hace pocos días el presidente Andrés Manuel López Obrador hizo referencia a una crónica firmada por Guillermo Sheridan en la que, a propósito de una afirmación del AMLO sobre las virtudes del pueblo mexicano, denostaba sus palabras y acometía contra las presuntas bondades atribuidas por el presidente a la gente llana de nuestro país. Decía López Obrador: Le tengo un profundo amor y admiración al pueblo de México, que es gente muy noble y muy buena, lo mejor que tenemos en México. 

Sheridan respondió: No estoy de acuerdo. El mexicano es por lo general, ignorante, violento, tonto, fanático, corrupto, ladrón, sexista, caprichoso, temperamental, alcohólico, arbitrario, golpea a sus hijos y a las mujeres, idolatra el ruido, tira basura, nunca ha respetado el derecho ajeno, se pasa los altos, evade impuestos, compra y vende piratería, zarandea a los peatones, no duda a la hora de hacer tranzas, desprecia a la ley, no sabe aritmética elemental, ni tirar penalties. Lo mismo puede decirse de la clase baja, Tenerle amor y admiración a eso es masoquismo o demagogia.

Nomás le faltó decir, agregó el presidente,  cómo son los intelectuales orgánicos, clasistas, racistas, deshonestos, acomodaticios, etc. Pero esto es, y en esto estriba nuestra diferencia. Son concepciones distintas, proyectos de nación distintos, contrapuestos, y así ha sido históricamente … 

No sería ni la primera ni la última manifestación de desprecio por lo ancestral ni manifestación edulcorada de feudalismo anacrónico. Con mejor pluma lo hizo en el pasado Francisco Bulnes, quien, sobre la base de desmitificar a Benito Juárez, profería una serie de exabruptos sobre el Benemérito de las Américas: El temperamento de Juárez fue el propio del indio, caracterizado por su calma de obelisco, por esa reserva que la esclavitud fomenta hasta el estado comatoso en las razas fríamente resignadas… El aspecto físico y moral de Juárez no era el de apóstol, ni el de mártir, ni el de hombre de Estado, sino el de una divinidad de teocali, impasible sobre la húmeda y rojiza piedra de los sacrificios.

En el capítulo Trivial calumnia de un huertista, Enrique Enríquez subraya las afirmaciones racistas de Jorge Vera y Estañol, quien afirmaba: Desaseados, malolientes, groseros, incultos, agresivos, insultantes, más que deliberar, disputaron en todo el curso de las sesiones, malgastaron una gran parte de su tiempo en querellas e injurias personales, sacaron no pocas veces la pistola a fuerza de argumento contundente y no se guiaron casi en ningún momento de su labor sino por la pasión. 

A ese ministro de Victoriano Huerta también se refiere Fernando Benítez, cuando analiza la corriente iniciada por Lucas Alaman, conformada por los “pertenecientes a una élite intelectual, los distingue ante todo su odio y su desprecio por el pueblo mexicano.  Ellos o sus patrones los obligan a trabajar de un modo afrentoso en los campos, en las minas, en los obrajes o en sus casas, los roban sin ningún escrúpulo, los apalean o los encarcelan y todavía los acusan de ebrios, perezosos, incapaces y criminales ( …) Cuando Pereyra o Vera Estañol hablan del pueblo en armas, siempre se refieren a las hordas, a la canalla, a la basura,  y se deleitan detallando sus instintos criminales “natos”, su propensión al robo, a la violación y a la revuelta. 

He escuchado paradojas sublimes de los supremacistas de medio pelo, como llamar igualados a quienes, por hartazgo de su situación lastimera y miserable, suelen responder a la provocación de facinerosos de cuello blanco, aquellos que los prefieren sumisos, aduladores, serviles o chistosas como la India María, siempre y cuando vivan y mueran lejos de sus mansiones, en las que, por obviedad, hay gradas y puertas para uso de la servidumbre, así no existe posibilidad de contaminación ni lugar para cochambre, mugre y greñas de esos desarrapados de la vecindad tugurial que carecen de buenas costumbres.

A los eruditos literatos que afrentan al pueblo mexicano, a esos que se solazan en tertulias luciendo su bagaje cultural e histórico, les convendría leer o releer a Honorato de Balzac, cuando sentenciaba: Detrás de cada gran fortuna hay un crimen escondido, y AMLO fue muy preciso al recordar, en su libro A mitad del camino, la confesión del gobernador de Sonora en tiempos de Porfirio Díaz, quien reconoció que en la guerra contra los yaquis para lograr arrebatarles sus tierras y su agua, habían muerto quince mil indígenas. Esa memoria debe doler en alguna parte de la conciencia y el corazón, aunque no es de esperar ni contrición ni arrepentimiento, porque, como decía De Gaulle: no todos los ladrones son fascistas, pero todos los fascistas son ladrones.

Sobre la heredad del aristos griego, es decir la auténtica aristocracia ateniense, las que estaba determinada por las óptimas cualidades humanas, por las mayores destrezas, la más pulcra honestidad y la mejor dotación intelectual, cabe recordar a uno de los auténticos, Carlos Montemayor, quien, al tiempo de ser un virtuoso cantante de ópera, producía obras en las que nos dejó el testimonio de su profunda admiración por los indígenas mexicanos, por los rarámuris de Chihuahua. Ese querido y añorado amigo, también escribía sentencias:

Se llama Temósachic, se llama Madera,campesinos y tarahumaras miserables,ejércitos condecoradospor asesinar a un puñado de maestros rurales,por arrojarlos a una fosa común como vísceras de ganadomientras el Gobernador explicaba:“Pedían tierra, que traguen tierra”

Vuelvan a leerlo, señorones vetustos.

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