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EL ESPEJO DE EUGENIA: Las flores de México y los poetas jardineros

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Prefacio

Al admirar el cultivo de los tulipanes de Xochimilco, la memoria se ha teñido con colores iridiscentes y se ha perfumado con fragancias de antaño. En esa memoria luzco adolescente, escuchando con miedo cuentos de aparecidos o pateando con los varones una pelota de bleris, tiento y tapón de corcho con la que imitábamos a Chava Reyes, al Tigre Guillermo Sepúlveda o Enrique Borja en el campo colindante con la casa de la finca. El juego terminaba cuando el balón golpeaba un panal de avispas o se incrustaba en la buganvilia, porque en ese caso mi madre ponía el grito en el purgatorio. 

Esa memoria, que almacena desde besos volados hasta muertes horribles, conjuga todos los tiempos. Vuela hacia atrás y carga en las manos infantiles una roseta galvanizada llena de agua fresca de una vieja zanja, acequia generosa que un día devolvió los zapatos viejos que mi hermana había lanzado a la corriente con la esperanza de que desaparecieran para siempre. La vasija, que sirve para bañar las plantas florales, deja húmeda la tierra, de la que surgen lombrices sedientas y ciempiés de anillos dorados. Lástima que el presente en el recuerdo sea tan efímero como en un sueño.

Gracias a la consagración de mi madre a las flores aprendí a amarlas, cuidarlas, dialogar con ellas hasta entender su lenguaje y su coquetería. Ella, mi madre, rostro hermoso y nariz respingada, les hacía el juego. Sudorosa, con batas variopintas, cumplía cotidianamente el ritual de siembra y cultivo; con su mano pecosa dibujaba en el aire sus caricias: tallo, estambre, óvulo, estilo, sépalo, pistilo y, con especial devoción, los pétalos, tan frágiles como fue la vida de aquella mujer añorada y tantas veces llorada. Me pregunto ahora: ¿dónde quedó esa regadera de loza que ella me regaló en mi primera comunión? ¿Qué flor del paraíso miran sus ojos verdes? ¿Esa dama de las camelias nos cuida desde el cielo?

Sucumbí desde la niñez a la luz fugaz de las flores, a su nacimiento y ocaso, a sus abejas polinizadoras. Han llenado mis ojos con su magia de corpiño y ramillete, manojos de color y viento. También mi padre regresa a la vida a través de hojas ajadas incrustadas en libros y en cada magnolia que admiro, porque era el árbol al cual reverenciaba en el pequeño jardín de la casa familiar. Cuando murió, la magnolia se fue con él, por eso busco esas flores en cada vega para volver a platicar sobre próceres, libros y leyes, y, como él solía hacerlo, susurrarles versos de Machado en el atardecer. La magnolia simboliza nobleza y dignidad, vivo retrato de aquel jurisconsulto cultísimo que era fuente viva de la ternura, el que solía pedir a su hijo cantor: entona esa copla que dice: 

Oye, bajo las ruinas de mis pasiones,en el fondo de esta alma que ya no alegras,entre polvo de ensueños y de ilusiones,crecen entumecidas mis flores negras. 

Jardineras y jardineros provenimos de tiempos arcaicos. Está ahí el padre de la botánica, Teofrasto (371-287 a.c.), a quien se le atribuye haber sido el primer floricultor de la historia. El discípulo de Aristóteles nos legó su catálogo llamado Sistema Naturae, clasificación de propiedades medicinales, trabajo continuado tres siglos después por el romano Columela, con sus indagaciones sobre olivos y violetas. Ya en los siglos XIX y XX aparecen dos jardineras inglesas esenciales: Gertrude Jekyll, paisajista y taxónoma, quien no tenía nada de Hyde, y la poeta Vita Sackville-West, autora de La Tierra y Seducers in Ecuador, que conquistó el amor de Virginia Wolff a fuerza de pasión mojada y flores secas. 

Cuando viajé a Hanói, hace más de dos décadas, más que catafalco y momia de Ho Chi Minh, me impresionó su pertinaz dedicación a cuidar flores en medio de aquel atroz genocidio, cuando la fuerza aérea norteamericana abrasaba con napalm a seres humanos, animalia y parcelas. El líder vietnamita, el auténtico jardinero fiel y poeta de la paz armada, cumplió la víspera de su muerte el ritual de despedirse, una por una, de plantas y flores que había cultivado cuando descansaba por instantes de su lucha anticolonialista. Quizá Ho Chi Minh es el más vivo ejemplo del coraje, capaz de retar a franceses y yanquis con su desplante: ¡Asústame calaverón!

Uno de los jardines más bellos que mis ojos han admirado se encuentra en el Palacio de la Pena, en Sintra, Portugal. Recuerdo ahora lo que narré al mirar asombrado el regreso de los huertos vivientes: Los árboles, sean encinas, robles, madroños, castaños, abetos o palmeras, todos tienen identificación y nombre, y seguramente se llaman entre ellos, conversan, se sacuden el polvo, espantan mosquitos, piensan. 

¿Y nuestras flores y jardineros?

En la siguiente entrega de esta breve saga encontraremos versos y vergeles, poetas románticos y modernistas que con su pluma y manos sembraron semillas y pintaron el color que ha hecho de México territorio de jinetes, soldaderas, bosque de pinos y ese viejo resplandor de tierra mestiza, de planta espinosa de la tierra, de suave patria, vestida de percal y de abalorio.

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